Por el decoro de nuestro pueblo y de la Administración del país había que abordar, como lo acaba de hace la Legislatura, la terminación de las obras del Capitolio asignando un crédito de cien mil dólares anuales.
Mucho es lo que está por hacer en el palacio de la Avenida Ponce de León; pero como presupuesto a invertir durante el año está bien hecha la asignación y ha de merecer el general aplauso.
Pesaba ya sobre nuestro prestigio esa interrupción prolongada, esa paralización en la obra que ha venido mostrando su estancamiento durante años y años, como si en el esfuerzo abrumador de levantar un palacio con revestímiento de mármoles se hubiesen agotado nuestras fuerzas económicas y tuviésemos que dejar indefinidamente, pre gonando nuestra imprevisión y nuestra pobreza, la fábrica inconclusa, motivo de perenne bochorno para nosotros y de crítica para nuestros visitantes poco cordiales.
Pesaba ya demasiado esta autopreocupación, nacida de nuestro íntimo disgusto, y había que ponerle término apelando a un arbitrio discreto que ha sido siempre el usado por los gobiernos que no disponen de ilimitados recursos para hacer las obras grandes de una vez y con el presupuesto disponible para que no se vean interrumpidas en su curso. Con una asignación anual para seguir las obras, ceñidas naturalmente a un plan con las modificaciones impuestas por las circunstancias, pero que no atenten a la belleza de conjunto ni desdigan de la suntuosidad exterior, se puede llegar metódicamente y en el tiempo que se estime conveniente a dar fin a una labor que ha
estado demasiado tiempo en receso y que es ya hora de que se reanude para seguirla hasta el final.
Así, cuando visiten nuestro Capitolio los turistas, al ver que se trabaja en el decorado interior y que se da en la noble fábrica la impresión de un esfuerzo realizado por la generación actúal ganosa de hacer lo suyo, sin dejarlo como un gravamen a los que hayan de sucedernos, nos podremos ahorrar explicaciones penosas que no siempre caen en oídos comprensivos y que se convierten en tema de censura contra lo que por haber quedado en un estancamiento que ha parecido inabordable durante algunos años, pudiera ser juzgado como una absurda extravagancia complicada con delirios de grandeza a los que la descarnada realidad pone sus frenos.
El periodo de cultivar la crítica —que se ha visto exesivamente prolongado—ya no resuelve ningún fin repitiendo la tardía observación de si con el dinero gastado pudo haberse terminado la obra del Capitolio, ahorrándonos dinero y la mortificación de que asi quedare a merced de comentarios nada piadoso el error diferencial entre nuestra aspiración a lo grande y nuestros recursos modestos para realizar los sueños de grandeza. Demasiado tiempo se ha estado hablando de eso sin proponer el remedio, y tan estéril actitud no podía prolongarse sin causar positivo daño a Puerto Rico. Ahora, encontrado el cause por el cual se ha de llegar a la solución que se busca, ya no ha de haber problema que complique la marcha normal de la artística labor a realizar y a concluir.
Por feliz coincidencia están aquí un escultor notable, un pintor de grandes aciertos, un decorador que tiene aquí bien probada su técnica y un fino diseñador de interiores, conocedor de las artes que concurren en los primores decorativos; hierros artísticos, paneles, murales, estucos, adornos de yesería, maderas labradas, todo en fin cuanto juega en la perspectiva y en el detalle de un gran espacio abovedado como la rotonda del Capitolio y otras distribuiciones internas en las que no existen ni los pisos todavía.
Y ya que hablamos del palacio que una vez decorado interiormente puede ser motivo de orgullo para Puerto
Rico, bueno será, con tiempo, cuidarse un poco de que los alrededores, de que las vías que conducen a él se mantengan limpios, y se cuiden las construcciones que se levanten por allí y no se dé autorización para prolongar corrales, ni levantar tapiales, que den a la carretera del Norte, porque nos vamos a encontrar muy pronto con la desagradable realidad de que la Avenida del Capitolio no sea otra cosa—cuando puede prevenirse a tiempo que no siga el desbarajuste— que un desvío para vehículos a fin de ganar tiempo en la carrera o para atenuar la congestión del tránsito rodado por la Avenida Ponce de León.
La fachada principal del Capitolio está mirando al Norte, como el insigne Muñoz Rivera describió que había de levantarse el palacio de las leyes, pero el desnivel del terreno que obligó a levantar la gran escalinata posterior dándole proporciones monumentales, ha convertido esta parte del edificio en la fachada principal, trasmutación a la que ha contribuido no poco la importancia de la Avenida Ponce de León en contraste con la Avenida del Norte conocida por la prolongación de la calle de Salvador Brau.
Lo que ha hecho posible que la fachada posterior del Capitolio se haya convertido en fachada principal, ha de darnos la pauta de lo que es dado exigir a las construcciones emplazadas con sus frentes a la avenida Ponce de León y a las que habrá que imponer que construyan fachadas presentables a la Avenida del Capitolio. La vecindad al Capitolio impone deberes de señorío que han tenido en cuenta la Escuela de Medicina Tropical y la Casa de España, muy especialmente, que muestra al Norte sus terrazas, sus tejadillos rolados y sus dos torrecillas más graciosas, esperando sólo que se practique la supresión de la joroba que tiene por allí el camino y que entierra al Capitolio, quitándole gallardía, para dar acceso al edificio por esa parte también. Se dijo ya hace algún tiempo que esto de rebajar los lomos hinchados de la carretera del Norte se iba a hacer como uno de los trabajos de emergencia, con dinero de alguna de Ias agencias federales que desarrollaban aquí sus beneficiosas iniciativas. Parecía cosa decidida, pero no se hizo. No es cosa, después de todo, tan apremiante, y alguna vez se hará lo que se tiene ofrecido. Lo que no podía prolongarse más tiempo es la terminación del Capitolio. Y eso va a hacerse ya, por disposición, merecedora de aplausos, de nuestra reciente Legislatura.
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