Aquel domingo, cuando
el escritor se despertó, la luz del sol entraba ya por las
ventanas entreabiertas y bañaba la habitación de claridad. El
hombre se incorporó en la cama y se desperezó bostezando
largamente. Después se levantó, metió los pies en las pantuflas
y se envolvió en una elegante bata de seda azul.
Salió a la sala.
-¡Laura! -llamó.
-¡Señor! -respondió una voz de mujer joven desde la cocina, en
el fondo de la casa.
-¿Dónde está el periódico?
-En la mesita al lado del sofá, don Luis.
Se sentó a leerlo antes del baño, pero los ojos todavía pesados
de sueño le dificultaron la lectura. Explicó entonces, alzando
la voz, lo que quería de desayuno, y con una toalla limpia
alrededor del cuello se dirigió al cuarto de baño.
Se dio en primer lugar un prolongado duchazo, recreándose con la
blancura de la espuma que hacía el jabón cuando le daba vueltas
entre las manos. Después, una vez seco, se afeitó esmeradamente,
comprobando satisfecho en el espejo que le había quedado
impecable la línea del bigote recortado y ya entrecano.
Finalmente se aplicó la loción con una serie de palmaditas
vigorosas en las mejillas.
Vestido ya, en la mesa, la sirvienta le trajo un vaso de jugo de
toronja. A continuación, huevos fritos con jamón, después el
café con leche (cargado, como era de su gusto) y tostadas con
mermelada de melocotón.
Estaba encendiendo un cigarrillo cuando la sirvienta reapareció
para retirar el cubierto. El hombre la observó mientras
regresaba a la cocina. Era una mulata clara, de veinte años a lo
sumo, que caminaba con un involuntario cimbreo de las caderas
generosas. El escritor no pudo reprimir la evocación libresca:
Culipandeando la Reina avanza / Y de su inmensa grupa resbalan /
Meneos cachondos que el gongo cuaja / En ríos de azúcar y de
melaza. "¡Qué buen poeta mi tocayo! Temas vulgares, en
ocasiones, ¡pero qué sentido del ritmo y del vocablo exacto!"
Cuando la muchacha volvió a la mesa, trayendo un cenicero, él
apagó el cigarrillo en la taza del café y le tomó una mano.
-Laura...
La muchacha hizo un intento débil, instintivo, de retirar la
mano.
-¿Qué es? -preguntó con un asomo de alarma.
-Laura, yo nunca había advertí... quiero decir, yo nunca me
había fijado bien en ti. ¿Sabes que eres muy bonita?
-¡Ay, Virgen, don Luis, no diga eso! -y seguía tratando de
retirar la mano, pero él no se la soltaba.
-¿Por qué no voy a decirlo, si es verdad?
-Don Luis, no sea así, déjeme ir.
El hombre le rodeó el talle con un brazo.
-Laurita -le dijo, apoyando un lado de su rostro sobre uno de
los senos estupendamente firmes-. Laurita, acompáñame a mi
cuarto. Un ratito nada más.
La muchacha se zafó de un tirón:
-¡Don Luis!
Él se puso de pie.
-Tú sabes que la señora está en casa de sus parientes y no viene
hasta mañana. Vamos, compláceme, mira que te voy a hacer un
regalito.
La muchacha se cubrió la cara con ambas manos y se fue
sollozando a la cocina. Él permaneció de pie junto a la mesa,
sintiendo el súbito golpeteo de la sangre en sus sienes.
"¡Bah! Jíbara bruta!", se dijo. "Trataré otra vez de aquí a unos
días y, si no se da, a la calle y se acabó."
Consultó el reloj pulsera. Las nueve y media. Vio por una
ventana abierta un pedazo de cielo azul purísimo. La luz del sol
chocaba con todos los objetos y trazaba dibujos caprichosos en
el piso.
Con un segundo cigarrillo entre los labios, penetró en la
biblioteca (la pieza, originalmente, había estado destinada a
los hijos que el matrimonio nunca tuvo, y sólo con el tiempo los
libros fueron invadiéndola poco a poco) y echó llave desde
adentro. Recorrió con la mirada las ordenadas hileras de
volúmenes en los estantes. Respiró hondamente, como en un
santuario. Y experimentó, como siempre, una especial
satisfacción cuando alcanzó a ver la colección de clásicos
castellanos bellamente encuadernada en pasta valenciana. Aquella
colección había sido propiedad de Francisco Salas, el viejo
periodista amigo suyo. El día que éste agonizaba, después de una
enfermedad de varios meses, él había ido a visitarlo. Pero Salas
ya no podía reconocer a nadie, así que sólo permaneció en el
cuarto unos minutos. En la sala, al momento de despedirse, la
esposa del enfermo le dijo, venciendo su cortedad con evidente
esfuerzo:
-La enfermedad de Paco ha acabado con nuestros ahorros. Estoy en
una situación en que van a hacerme falta ochenta pesos para
completar los gastos del entierro.
Él volvió la cabeza aparentando distracción, pero al hacerlo su
mirada tropezó con el estante en que Francisco Salas había
colocado amorosamente su colección de clásicos.
-Señora, se me ocurre que yo podría ayudarla.
-No sabe cómo se lo agradecería. Usted siempre fue tan buen
amigo de Paco...
-Yo estaría dispuesto a adquirir esa colección por los ochenta
pesos que acaba de mencionar. ¿Le parece?
La mujer miró los libros -los nombres ilustres grabados en oro
en los lomos de las finas encuadernaciones- y balbuceó:
-Pero... esa colección... costó casi mil pesos, y está muy bien
cuidada. Usted sabe que Paco...
El hombre hizo ademán de ponerse el sombrero. La mujer se
apresuró a aceptar:
-Bueno, don Luis, en un caso así...
Él le dijo, contando los billetes en la cartera antes de
sacarlos:
-Después enviaré a alguien por los libros.
(No sabía, no podía saber, que en ese instante ya estaba
hablándole a una viuda.)
El escritor, ahora, se sentó a su mesa de trabajo, frente al
retrato del difunto tío solterón que le había legado tres casas
de vecindad en Puerta de Tierra (cuya renta le permitía dedicar
todo su tiempo a la literatura). Colocó ante sí la cuartilla en
blanco, tomó la pluma y apoyó la cabeza en la otra mano.
Media hora después no había logrado una sola oración coherente.
Se levantó irritado, con un comienzo de jaqueca. Encendió otro
cigarrillo y volvió a recorrer con la mirada las hileras de
volúmenes en los estantes. "Leeré un poco", se dijo. "Me hará
bien." De la calle llegaban algunos ruidos apagados, que el
escritor apenas distinguía: un pregón, un bocinazo, un grito de
muchacho... En los momentos en que se dirigía a uno de los
estantes, llegó hasta la habitación, con toda claridad, el
sonido de dos detonaciones. Pero el oído del escritor, entregado
ya a la compleja armonía de un párrafo de Proust, fue incapaz de
percibirlo.
En la esquina más cercana, a unos cincuenta metros de la casa
del escritor, se había apostado desde las siete un grupo de diez
hombres. Los bolsillos de sus ropas de obreros, abultados como
si contuvieran objetos irregulares y deformes, llamaban la
atención de los escasos transeúntes de la hora. Uno de los
hombres -corto de estatura, delgado, ya no joven- se movía entre
los demás hablando en tono bajo y con pocos ademanes. Sus
compañeros, a veces sin mirarlo, asentían con la cabeza a sus
palabras.
A medida que pasaba el tiempo aumentaba el tránsito de gente:
señoras y muchachas acicaladas rumbo a la iglesia, velo y misal
en mano; sirvientas en busca del periódico o del pan para el
almuerzo; hombres que iban al juego de béisbol, exaltado de
antemano el entusiasmo partidario. Pasaban unos cuantos
automóviles con familias que se dirigían al campo o a la playa.
El grupo de obreros permanecía -impasible, casi hosco- en su
esquina.
A eso de las nueve y media apareció en el extremo de la calle un
camión cargado de hombres. Venían también dos policías, uno en
cada estribo. A una orden del que parecía jefe del grupo, los
hombres de la esquina se echaron a la calle y formaron una valla
de una acera a la otra. El camión se detuvo frente a ellos.
Algunos transeúntes se detuvieron para observar. Los que venían
en el camión tenían aspecto idéntico al de los que estaban en la
calle. Uno de los policías se dirigió a estos últimos:
-¡A ver! ¿Qué es lo que pasa?
Se adelantó el jefe del grupo, en actitud sosegada:
-Lo único que queremos es hablar con los compañeros que vienen
ahí arriba. Eso no está en contra de la ley.
El policía le contestó, después de un instante de vacilación.
-Si ellos lo quieren oír, hable. Pero nada de discursos, que
tenemos prisa. No se puede interrumpir el tránsito.
-No hay problema -dijo el otro-. El camión está parado en su
derecha.
-¡Bueno, bueno, acabe!
El obrero se dirigió a los del camión:
-Compañeros, a ustedes los llevan a ocupar los puestos que
nosotros dejamos para ir a la huelga. Y a pesar de que los
llevan un domingo, para burlar nuestra vigilancia, han pedido la
protección de la policía. Compañeros, si nadie ocupa esos
puestos, los patronos tendrán que aceptar nuestras demandas, que
representan el pan de nuestros hijos.
Los dos policías se miraron brevemente, de soslayo. El que
hablaba continuó:
-Pero si alguien ocupa esos puestos, nos quedaremos sin trabajo,
indefensos ante los patronos. ¡Compañeros, ustedes son
trabajadores lo mismo que nosotros! ¡Si no luchamos juntos,
seguiremos toda la vida en la miseria! ¡Compañeros, hoy por
nosotros, mañana por ustedes! ¡A bajarse!
Los obreros del camión empezaron a cuchichear entre sí. Los de
la calle les gritaban:
-¡A bajarse!
-¡A bajarse, compañeros!
Uno de los policías dijo de pronto:
-Están perdiendo el tiempo; ninguno va a bajarse. Sigue, chofer.
Pero en ese momento uno de los de arriba, un mulato achaparrado,
de voz gruesa, gritó:
-¡Yo me bajo, coño!
Y saltó a la calle. Los de abajo acogieron su decisión con
exclamaciones de aliento:
-¡Así se hace!
-¡Pa'bajo! ¡Sean hombres!
Los dos policías volvieron a cambiar miradas rápidas. El mulato
les gritaba ahora a sus compañeros:
-¡Bájense!... ¿qué esperan?
Ya había en los alrededores un nutrido grupo de espectadores que
crecía por momentos.
Uno de los policías repitió la orden al chofer: -¡Sigue!
Pero otro de los obreros del camión gritó en el mismo instante:
-¡Aguanta, que yo también me quedo!
El camión ya se ponía en marcha. El obrero volvió a gritar:
-¡Párate, que me apeo! ¡Párate, carajo!
El camión avanzó sobre los que impedían su paso. Estos se
echaron a un lado para no ser arrollados, al tiempo que le
gritaban al chofer y a los dos guardias:
-¡Déjenlo bajar! ¡Déjenlo bajar!
El que encabezaba a los de abajo gritó entonces, sacando un
puñado de piedras de un bolsillo y lanzando él mismo la primera:
-¡Ahora, muchachos!
Y una recia pedrea se desató sobre el camión. El grupo de
curiosos se deshizo en una carrera apresurada. El chofer del
camión aplicó los frenos, asustado, y se echó sobre un costado
en el asiento. Los obreros que venían arriba empezaron a bajarse
atropelladamente. Uno de los policías intentó contenerlos, pero
los hombres corrían en todas direcciones y se unían a los de
abajo. Entonces el otro policía, agazapado junto a uno de los
guardafangos del vehículo, sacó su revólver sin premura y buscó
con la vista al jefe de los huelguistas. Apuntó cuidadosamente,
apoyando la mano que empuñaba el arma en la palma de la otra, y
disparó dos veces. La víctima se llevó las manos al abdomen,
abrió la boca y cayó de bruces. Al sonar los disparos, se
produjo una desbandada general hacia las esquinas más cercanas.
Con la calle despejada, los dos policías caminaron hacia el
caído. El que había hecho fuego lo tocó con la punta del pie. El
cuerpo no se movió.
-Lo mataste -dijo el otro policía.
-Ajá. Mira ver lo que tiene en los bolsillos.
El otro empezó el registro con desgana. Sacó por todo unas
monedas, un pañuelo sucio, varias piedras y una cartera vieja
con un amarillento retrato de mujer y un carnet de miembro del
sindicato de obreros de la construcción, expedido a nombre de
Agapito Olivo hacía menos de un año.
-Ve a dar parte -dijo el primer policía-. A nosotros no nos toca
levantarlo.
Y como viera que su compañero, los ojos fijos en el muerto, no
se disponía a cumplir la orden, le preguntó con aspereza:
-¿Qué te pasa?
-No, nada. Es que ese hombre...
-¡Qué?
-Pues... no estaba armado.
-Eso acabas de descubrirlo ahora. Dime una cosa: ¿cuánto tiempo
llevas tú en la policía?
-Seis meses.
-Me lo imaginaba. A ustedes los nuevos lo que les hace falta es
otro Domingo de Ramos en Ponce, para aprender a bregar con esta
chusma. ¡Bueno, camina, que ya mismo vuelve a amontonarse aquí
la gente!
Un Buick azul que pasaba por allí en ese momento, se detuvo. Una
mujer joven, muy maquillada, asomó la cabeza por la ventanilla y
dejó escapar un grito cuando vio el cadáver. Le cubrió los ojos
a un muchachito rubio que llevaba en el regazo y que se agitaba
haciendo esfuerzos por mirar, y le dijo al hombre que conducía:
-¡Sigue, Jorge, sigue!
Y cuando se hubieron alejado media cuadra:
-¡Ay, Virgen, seguro que era un ladrón! ¡Y a estas horas! En
este país dentro de poco la gente decente no va a poder vivir.
Las primeras moscas empezaban a posarse sobre la cara del
muerto.
Allá en su biblioteca, el escritor volvió a colocar en el
estante el volumen que acababa de hojear. El murmullo creciente
que venía desde la calle no alcanzaba aún a molestarlo. Y,
todavía irritado por no hallar nada sobre qué escribir, rumió,
el sentimiento de impotencia que sentía creciéndole en el pecho:
-¡Maldito destino! ¡Tener que vivir en un país donde nunca pasa
nada!
FIN
1948
En Nueva York y otras desgracias
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