Cuentos y Anécdotas

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LA CAJITA DE PAÑUELOS

 Cuento de Marcial Torres Soto

En la calle San Agustín de Puerta de Tierra y casi esquina con la calle de las plastitas —como la muchachería llamaba aquella calle por estar llena excrementos de los caninos realengos que abundaban en ella—, estaba el Bazar La Milagrosa. Su dueña se llamaba Luisa, sin embargo, todos en el barrio le llamaban el Bazar de Luisa. Era una tienda pequeña que, por estar siempre pintada de un verde muy claro con las molduras de blanco inmaculado, ante los ojos de un niño, aparentaba ser un bizcocho de cumpleaños gigante. La dueña y la hermana vivían en los altos y bajaban al local por una escalera interna que comunicaba el negocio con la residencia.

El bazar tenía una puerta de entrada nada más, y enseguida el cliente se topaba con el mostrador de madera y cristal repleto de prendas de vestir en hilo con encajes en mundillo y cortes de telas caladas para costura a la medida. La ropita de bebé con bordados que mi madre llamaba «fágotin» y los trajecitos de nenas repletos de volantitos estaban enganchados en unos clavos que se incrustaban en paneles de madera contrachapada que había en los laterales de la tienda. En la parte trasera, había una máquina de coser Singer en la que Goyita, la hermana de Luisa, cosía y arreglaba el ruedo de los pantalones y de los trajes de los policías destacados en el cuartel de la policía situado en la Fernández Juncos. Al lado de la entrada de la tienda, había un escaparate pequeño con un maniquí amarillento que la dueña siempre vestía con los atuendos y con telas, mantillas y encajes que estuviesen de moda.

El día que acortaba por la calle San Agustín para regresar más rápido a casa, noté que Luisa había colocado varias cajitas de pañuelos de mujer en una de las esquinas del escaparte con sus respectivos precios. La cajita que captó mi atención —porque las otras dos, ni pensarlo; estaban fuera de presupuesto— consistía de tres pañuelitos en algodón con flores bordadas en punto de cruz. En el centro de la caja estaba el papelito con el precio: seis dólares. Pensé en mi mamá. Luisa me observaba tras el cristal y salió a preguntarme:

—Nene, ¿te gusta algo de lo que ves en la vitrina?

—Sí —le contesté—, me gusta la cajita de pañuelos. Necesito comprar un regalo para darle mi mamá el Día de las Madres. El problema es que no tengo los seis pesos.

—Eso no es ningún problema —me dijo a la vez que me echaba el brazo por la espalda y me entraba a la tienda—. Lo que podemos hacer es ponértela en layaway, y me la pagas cuando tengas el dinero o, si quieres, me vas abonando peseta a peseta hasta que la saldes. ¿Qué te parece?

La idea me gustó. Esa misma tarde, y como niño compulsivo al fin, hablé con mi papá y le dije que necesitaba que me diera los seis dólares para el regalo. Él, extremadamente práctico, me contestó que eso era un derroche de dinero y que con esa cantidad pagaba la mensualidad de casi tres meses en el Colegio San Agustín.

Fui donde mi mamá y le pedí el dinero sin decirle para qué lo quería, pero me dio un «no» rotundo. Sin embargo, como buena comerciante, me sugirió prestarme ochenta centavos para que fuera al colmado El Dique y comprara una caja de goma de mascar o chicles, como le decíamos para aquel tiempo, la vendiera por el vecindario y me ganara veinte centavos por caja. Antes de irme, añadió que primero tenía que pagarle la inversión de los ochenta centavos con la ganancia de las primeras cuatro cajas. Estuve acuerdo.

Comencé mi negocio a los nueve años. Yo creo que fui el vendedor más joven de toda Puerta de Tierra durante el 1959. Como dice la frase trillada: el que lo hereda, no lo hurta. La primera caja de chicles que compré fue marca Adams con sabor a menta; traía veinte cajas grandes que se vendían a cinco centavos. Me fui por el patio del Falansterio a lanzar mi producto.

Establecí mi punto de venta en uno de los bancos que habían traído del Parque Muñoz Rivera y que habían colocado en el centro del patio interior, paralelos a los cuatro faroles que circundaban el centro comunal. Desde el inicio, me fue bien con la cajita de chicles. Los viejos aficionados al dominó que se reunían frente al centro comunal a jugar por las noches se divertían conmigo y creo que me los compraban para no desalentarme en mi nueva empresa.

En muchas ocasiones, aproveché para hacer la venta cuando las parejas de novios se sentaban a toquetearse en los muritos de los edificios; la joven se antojaba de la caja de chicle y el novio, se veía en la obligación de comprármela. Nunca me falló la estrategia sobre todo cuando le daba un codazo al novio en el antebrazo y le decía que no fuera tacaño. Además, todas las ventas eran de contado.

Como me fue tan bien con la primera caja, la segunda que compré fue de cajitas que se vendían a centavo. Las ventas fueron en aumento, por lo que decidí comprar otra caja, pero esta vez surtida. Al poco tiempo, tenía suficiente dinero para invertir, y compré varias cajas tanto de menta como surtidas. Muy pronto todos mis amigos, me llamaban por la ventana de la sala de mi casa para comprarme los chicles. El negocio era todo un éxito, por lo que extendí la venta hasta la calle San Agustín. Cuando logré cinco dólares de ganancia, le pagué a mi mamá la inversión inicial; lo demás lo guardé en una alcancía que tenía sobre el gavetero que mi papá me compró antes de que yo naciera.

Con cuatro dólares en mano, corrí al bazar y le comuniqué a Luisa mi intención de comprar los pañuelos. Para mi sorpresa, Goyita los había vendido. Ella me ofreció la otra más costosa que contenía tres pañuelitos blancos en hilo, con la esquina bordada en forma de una rosa. Eran mucho más finos que lo anteriores, pero le dije que diez dólares era demasiado dinero; que no los tenía ni tampoco podía.

Cabizbajo y decepcionado salí del bazar, pero la bondad de Luisa vino a mi rescate. Volvió a echarme el brazo y de nuevo me entró en la tienda. Me dijo que me vendería la cajita más cara por el mismo precio de la anterior. A fin de cuentas, era culpa de la administración. Que lo que le quedara a deber se lo pagara después. Estuve de acuerdo y ella me estrechó la mano como para sellar el trato. Incluso, me empaquetó la cajita y le puso una moña de cinta roja que contrastaba con el papel de regalo blanco con diseños florales nacarados. Salí corriendo para esconder el regalo hasta el gran día.

Semanas más tarde, conseguí el resto del dinero y saldé mi cuenta. Fui la atracción del barrio cuando me di a conocer como el muchachito buenapaga a quien se le podía fiar a tan corta edad.

El Día de las Madres sorprendí a mi mamá con el primer regalo costeado por mí exclusivamente. Ha sido el regalo que más ha atesorado y el que no ha olvidado jamás.


Marcial Torres Soto nace el 1950. Llegó a Puerta de Tierra cuando tenía dos años y medio. Estudió en el Colegio San Agustín. Posee dos maestrías: una en Traducción y otra en Creación literaria con concentración en narrativa. Pero se le conoce mejor como el hijo de Toñita, la billetera de Puerta de Tierra.