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LA
CAJITA DE PAÑUELOS En
la calle San Agustín de Puerta de Tierra y casi esquina con la calle de
las plastitas —como la muchachería llamaba aquella calle por estar
llena excrementos de los caninos realengos que abundaban en ella—,
estaba el Bazar La Milagrosa. Su dueña se llamaba Luisa, sin embargo,
todos en el barrio le llamaban el Bazar de Luisa. Era una tienda pequeña
que, por estar siempre pintada de un verde muy claro con las molduras de
blanco inmaculado, ante los ojos de un niño, aparentaba ser un bizcocho
de cumpleaños gigante. La dueña y la hermana vivían en los altos y
bajaban al local por una escalera interna que comunicaba el negocio con
la residencia. El
bazar tenía una puerta de entrada nada más, y enseguida el cliente se
topaba con el mostrador de madera y cristal repleto de prendas de vestir
en hilo con encajes en mundillo y cortes de telas caladas para costura a
la medida. La ropita de bebé con bordados que mi madre llamaba «fágotin»
y los trajecitos de nenas repletos de volantitos estaban enganchados en
unos clavos que se incrustaban en paneles de madera contrachapada que
había en los laterales de la tienda. En la parte trasera, había una máquina
de coser Singer en la que Goyita, la hermana de Luisa, cosía y
arreglaba el ruedo de los pantalones y de los trajes de los policías
destacados en el cuartel de la policía situado en la Fernández Juncos.
Al lado de la entrada de la tienda, había un escaparate pequeño con un
maniquí amarillento que la dueña siempre vestía con los atuendos y
con telas, mantillas y encajes que estuviesen de moda. El
día que acortaba por la calle San Agustín para regresar más rápido a
casa, noté que Luisa había colocado varias cajitas de pañuelos de
mujer en una de las esquinas del escaparte con sus respectivos precios.
La cajita que captó mi atención —porque las otras dos, ni pensarlo;
estaban fuera de presupuesto— consistía de tres pañuelitos en algodón
con flores bordadas en punto de cruz. En el centro de la caja estaba el
papelito con el precio: seis dólares. Pensé en mi mamá. Luisa me
observaba tras el cristal y salió a preguntarme: —Nene,
¿te gusta algo de lo que ves en la vitrina? —Sí
—le contesté—, me gusta la cajita de pañuelos. Necesito comprar un
regalo para darle mi mamá el Día de las Madres. El problema es que no
tengo los seis pesos. —Eso
no es ningún problema —me dijo a la vez que me echaba el brazo por la
espalda y me entraba a la tienda—. Lo que podemos hacer es ponértela
en layaway, y me la pagas
cuando tengas el dinero o, si quieres, me vas abonando peseta a peseta
hasta que la saldes. ¿Qué te parece? La
idea me gustó. Esa misma tarde, y como niño compulsivo al fin, hablé
con mi papá y le dije que necesitaba que me diera los seis dólares
para el regalo. Él, extremadamente práctico, me contestó que eso era
un derroche de dinero y que con esa cantidad pagaba la mensualidad de
casi tres meses en el Colegio San Agustín. Fui
donde mi mamá y le pedí el dinero sin decirle para qué lo quería,
pero me dio un «no»
rotundo. Sin embargo, como buena comerciante, me sugirió prestarme
ochenta centavos para que fuera al colmado El Dique y comprara una caja
de goma de mascar o chicles, como le decíamos para aquel tiempo, la
vendiera por el vecindario y me ganara veinte centavos por caja. Antes
de irme, añadió que primero tenía que pagarle la inversión de los
ochenta centavos con la ganancia de las primeras cuatro cajas. Estuve
acuerdo. Comencé
mi negocio a los nueve años. Yo creo que fui el vendedor más joven de
toda Puerta de Tierra durante el 1959. Como dice la frase trillada: el
que lo hereda, no lo hurta. La primera caja de chicles que compré fue
marca Adams con sabor a menta; traía veinte cajas grandes que se vendían
a cinco centavos. Me fui por el patio del Falansterio a lanzar mi
producto. Establecí
mi punto de venta en uno de los bancos que habían traído del Parque Muñoz
Rivera y que habían colocado en el centro del patio interior, paralelos
a los cuatro faroles que circundaban el centro comunal. Desde el inicio,
me fue bien con la cajita de chicles. Los viejos aficionados al dominó
que se reunían frente al centro comunal a jugar por las noches se
divertían conmigo y creo que me los compraban para no desalentarme en
mi nueva empresa. En
muchas ocasiones, aproveché para hacer la venta cuando las parejas de
novios se sentaban a toquetearse en los muritos de los edificios; la
joven se antojaba de la caja de chicle y el novio, se veía en la
obligación de comprármela. Nunca me falló la estrategia sobre todo
cuando le daba un codazo al novio en el antebrazo y le decía que no
fuera tacaño. Además, todas las ventas eran de contado. Como
me fue tan bien con la primera caja, la segunda que compré fue de
cajitas que se vendían a centavo. Las ventas fueron en aumento, por lo
que decidí comprar otra caja, pero esta vez surtida. Al poco tiempo,
tenía suficiente dinero para invertir, y compré varias cajas tanto de
menta como surtidas. Muy pronto todos mis amigos, me llamaban por la
ventana de la sala de mi casa para comprarme los chicles. El negocio era
todo un éxito, por lo que extendí la venta hasta la calle San Agustín.
Cuando logré cinco dólares de ganancia, le pagué a mi mamá la
inversión inicial; lo demás lo guardé en una alcancía que tenía
sobre el gavetero que mi papá me compró antes de que yo naciera. Con
cuatro dólares en mano, corrí al bazar y le comuniqué a Luisa mi
intención de comprar los pañuelos. Para mi sorpresa, Goyita los había
vendido. Ella me ofreció la otra más costosa que contenía tres pañuelitos
blancos en hilo, con la esquina bordada en forma de una rosa. Eran mucho
más finos que lo anteriores, pero le dije que diez dólares era
demasiado dinero; que no los tenía ni tampoco podía. Cabizbajo
y decepcionado salí del bazar, pero la bondad de Luisa vino a mi
rescate. Volvió a echarme el brazo y de nuevo me entró en la tienda.
Me dijo que me vendería la cajita más cara por el mismo precio de la
anterior. A fin de cuentas, era culpa de la administración. Que lo que
le quedara a deber se lo pagara después. Estuve de acuerdo y ella me
estrechó la mano como para sellar el trato. Incluso, me empaquetó la
cajita y le puso una moña de cinta roja que contrastaba con el papel de
regalo blanco con diseños florales nacarados. Salí corriendo para
esconder el regalo hasta el gran día. Semanas
más tarde, conseguí el resto del dinero y saldé mi cuenta. Fui la
atracción del barrio cuando me di a conocer como el muchachito buenapaga
a quien se le podía fiar a tan corta edad. El
Día de las Madres sorprendí a mi mamá con el primer regalo costeado
por mí exclusivamente. Ha sido el regalo que más ha atesorado y el que
no ha olvidado jamás. Marcial Torres Soto nace el 1950. Llegó a Puerta de Tierra cuando tenía dos años y medio. Estudió en el Colegio San Agustín. Posee dos maestrías: una en Traducción y otra en Creación literaria con concentración en narrativa. Pero se le conoce mejor como el hijo de Toñita, la billetera de Puerta de Tierra.
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