En los años sesenta, el periodiquero del barrio era Andrés.
Andrés Camacho Reyes, nacido en marzo de 1903, era moreno, no muy alto, delgado, vestido con pantalones caqui, camisa blanca de manga corta y gorra de beisbol, y siempre bendecía cantando a todos los niños que le saludaban.
Andrés tenía un kiosko de revistas y diarios en la calle Pelayo esquina San Agustín, donde hoy se encuentra el edificio de la UTM. Allí estaba el colmado Huertas y en la puerta del negocio estaba el kiosko. Uno podía encontrar paquines de todas clases a diez chavos y Andrés fomentaba que los niños leyeran y que intercambiaran ejemplares entre ellos. Para las señoras estaban las revistas Bohemia, Ángela Luisa, Buen Hogar, Vanidades, y las novelas de Corín Tellado. Los señores preferían El Imparcial o El Mundo.
Todos gustaban el Puerto Rico Ilustrado. Lo que nunca Andrés permitió en su kiosko fueron las publicaciones de baja moral.
Cuando el colmado cerró operaciones por la venta del edificio, Andrés tuvo que dejar su kiosko, pero no se dio por vencido. Como buen portaterrense, continuó hacia adelante y comenzó a vender los periódicos por todo el barrio. Como su única hija se llama Rosario y Andrés la llamaba Charito, él cada día anunciaba su llegada, con el
fardo de periódicos balanceándolo sobre su cabeza, gritando “Chaaarito-cialeees, de maaañana-cialeees”, y los iba repartiendo a la mano o los doblaba en forma de cono y los lanzaba hacia los balcones de sus clientes. Como anécdota jocosa que nunca se supo si fue cierta o no, en el barrio contaban que una vez Andrés lanzó su periódico y le cayó a alguien en la cara.
Cuando murió Andrés, los periódicos ya no se imprimían en las páginas largas de antes, sino que comenzaron a salir más cortos, y en esa época de los setenta apareció el diario El Vocero de Puerto Rico. Hacía falta alguien que repartiera los periódicos que Andrés entregaba casa por casa durante tantos años. Y surgió la figura de una dama, la señora Carmen Cabán. Bajita, morena, delgada, pero muy fuerte, siempre vestía falda negra y camisa blanca de mangas cortas, con sus zapatos negros bajitos. Doña Carmen muy de mañana iba a buscar los ejemplares de El Vocero cada día y los entregaba casa por casa tal y como lo hacía Andrés, pero en silencio, con rapidez. Con el tiempo, en el barrio comenzaron a llamarla cariñosamente “Carmen Vocero”. Mujer buena, honrada, seria, trabajadora, humilde y sabia, doña Carmen nunca tuvo hijos pero con su esfuerzo y amor crió dos varones y una hembra.
Cuando murió doña Carmen, un joven del barrio tomó la misma labor de ella y de Andrés. Fue el mismo Andrés quien le enseñó al entonces estudiante de la escuela Barbosa a doblar los periódicos en forma rectangular como pastel de navidad, o en la forma triangular llamada capuchino. En ese tiempo los periódicos eran más livianos porque no estaban llenos de shoppers y porque no pasaban tantas cosas como ahora en el país ni en el mundo. El joven hacía la ruta misma de Andrés y de Carmen, hasta que se hizo un hombre de familia y cambió de trabajo. Luego de él siempre hubo alguno que otro muchachito que repartiera los periódicos en las diferentes comunidades del barrio. Pero un servidor nunca olvidará a Andrés y a Carmen, los dos porteadores de periódicos de Puerta de Tierra, gente sencilla que me enseñó a ganarme el pan con honradez. A ellos va mi respeto y este sencillo homenaje.
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