Lo que en los muelles de esta ciudad ocurre, es algo más que dificultades: es conflicto.
Los muelles cubiertos están llenos casi siempre. Dos vapores descargando bastan á invadirlo todo. Apenas pueden caminar, sin temor á golpes, las persouas que necesitanu transitar por aquellos lugares.
Después, fuera de los muelles, la carga se acumula desmedidamente. ¿Puede eso hacerse dentro de la ley? Si la necesidad lo es, evidente es que ella se impone, y los contornos de los muelles son verdaderas eventraciones del contenido de aquellos.
Y luego, como es consiguiente, el tránsflo público y aún el tráfico de la propia carga y descarga de los barcos, se ven interrumpidos á cada instante. El muelle es una calle de la ciudad, y las calles son para todo el mundo. A lo mejor, un largo tren de ferrocarril se tiende como una sierpe á lo largo de los muelles, y con ua extremo metido en uno de ellos y otro cerrando el paso de las boca calles, opone una barrera, no ya al tráfico de vehículos, sino al de viandantes.
Todo esto se realiza sobre un suelo pantanoso y en medio de tremenda balumba de grandes piezas de maquinarias, trozos de maderas, barriles, jaulas de hierro, vagones de ferrocarril en piezas, etc., etc.. ¿Es eso movimiento comercial?
Se da mucho más de lo que se recibe. La agricultura y el comercio pagan enormes sumas de las que muy poco remanente se destina á la factura y sostenimiento de medios bastantes de circulación. Caros son los tributos, enormes los fletes (ahora venturosamente un poco encalmados en su terrible succión); pues ni fletes ni tributos parecen bastar para que al pueblo que paga se le den facilidades no ya comerciales, sino humanas, para llevar adelante siquiera con modesta comodidad las operaciones materiales del comercio.
Los muelles, la calle de los muelles, de San Juan, son terribles bataholas que con peligro de haciendas y aún de vidas, parecen una vorágine ofrecida generosamente á pordioseros, que no á los que cuantiosas sumas pagan para ser tan mal servidos.
¿Quién debe regularizar ese desorden? ¿Quién vigilar para que se evite ese daño? ¿Quién desecar los pantanos? ¿Quién abrir paso al público y garantizar su seguridad en la balumba de la carga, descarga y transporte de mercaderías?
Esto no es política. Ni parece que sea antiamericano protestar de ello. Ni bueno el gobierno que tal consiente. Tampoco parece que fuera justo decir á nuestras gentes que hagan política de templanza, que sufran para tener más derecho, como si el máximum de su derecho no lo tuviera ya hace tiempo desconocido y violado.
A costa de la situación que se hace pasar al respecto, sobre comercio y agricultura, algunos se benefician. ¿Por qué no dar al contribuyente lo que él tiene derecho á recibir á cambio del dinero que paga? Si eso es administrar, si comerciar á empujones, sobre pantanos, es emplear bien los tributos, hay que convenir en que administrar de ese modo es hacerlo muy mal. ¿Y cómo tanto maestro y tanto sabio como rigen nuestros destinos lo hacen tan mal? Si nos dejaran solos, no lo haríamos mejor?
Esto no es política, pero es evidencia. Es bonito charlar echándolas de grandes gobernantes, dándonos lecciones que á nadie pedimos, para luego hacer de nuestro dinero y de los servicios públicos un completo desorden.
El movimiento comercial de la isla, gracias á su exhuberante riqueza, ha aumentado; los productos que el movimiento de esa riqueza deja, han aumentado. Lo que no ha aumentado es la capacidad de los tutares y amos que cuidan de ese niño millonario que se llama Puerto Rico.
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