Llegó la hora del crepúsculo. Salazar, el invicto capitán del os
colonizadores, aquel corazón de acero y brazo de atleta, despachó a
la anciana india con un mensaje para Sotomayor. Y la viejecita,
rendida ya bajo el peso de los años, echó a andar por el trillo que
bordeaba el enredo de las pomarrosas .
Apenas se había alejado doscientos metros, cuando el férreo capitán,
atrajo ha cía el grupo de guerreros, un gigantesco lebrel leonado,
le quitó la cadena y azuzándolo, exclamó: —.Cógela Becerrillo! —
Lanzó el fiero lebrel que tenia esclavos, un horrible ladrido, y
como una saeta se lanzó tras la presa. Lo vió venir la viejecita
india, y cayó de rodillas, implorando perdón. —¡ Señor, mi amo, no
me mates, no me mates!— le decía al enorme perrazo, y éste, como
compa decido, lamió su carne desnuda, fláclda, y se tornó al grupo
de soldados, como si tuviera más conciencia que los mismos
conquistadores de Borinquén.
Mientras tal sucedía, tras unos robustos mangos copiosos como
gigantes, Caonabón, un indio Joven, ágil y valeroso, nieto de la
anciana, y descendiente de un cacique, rugía como fiera impotente,
sometida al dolor de la desgracia. Y cuando Salazar azuzó a
Becerrillo, juró dar muerte a aquel férreo capitán de los españoles.
—Yo lo seguiré hasta su misma ciudad, y le apretaré con mís manos
hasta ahogarlo — dijo el indio, y cruzando sus brazos musculosos
quedó recostado sobre un tronco de mango, viendo irse a los bravos
conquistadores de América.
Y cumplió su palabra. Lo siguió por la selva, esperando una propicia
para vengar la desgracia de los Indios. Cien veces expuso su vida;
lo persiguieron los perros de presa y lo hirió el arcabuz. Pero era
tenaz en su propósito, nunca lo detuvo el miedo. ¿Acaso no era
preferible morir peleando, como mis abuelos y hermanos, a caer en la
esclavitud, y él, guerrero de sangre noble, servir de peón a los
invasores?. Si que era preferible la muerte.Y la buscaba
valerosamente.
Vino Salazar a Caparra, y el indio le siguió los rastros. Mas era
diestro y avisado el cruel capitán invencible, y nunca se dejó
sorprender. Sano y salvo entró a la pequefta población.
Se cansó el indio de esperar el retorno de su enemigo, y una noche,
jugándose la vida, penetró hasta las mismas casas de la colonia.
Pero, Becerrillo dio la voz de alerta, y descubierto el espía, fue
perseguido. El indio huyó a la ribera del rio Bayamón, y en su
canoa, se lanzó a cruzar la bahía de Puerto Rico. Los españoles en
un bote lo persiguieron. Y comenzó una lucha desesperada, bogaba el
indio y bogaban los conquistadores. La frágil canoa cortaba las olas
como una flecha, pero el bote también lo hacía, e impulsado por 8
brazos fornidos, ganaba terreno continuamente. Caonabón, entonces
cortó la ruta, e hizo proa hacia la Isleta del centro. Alcanzó la
orilla, salió a la arena y se perdió en las sombras.
Mas sus perseguidores, llegaron a tiempo de soltar tras el fugitivo,
otro perrazo leonés, color tigre, fiero y cruel como Becerrillo.
Olfateó la presa el enorme perrazo, y se lanzó tras ella como un
huracán. Le siguieron los españoles. Y la caza del indio quedó
establecida.
Corrió Caonobón con todas las tuerzas de sus piernas ágiles, pero el
lebrel, al fin, ya casi le daba alcance. Los rugidos del fiero can,
estaban ya a unas yardas. ¿Qué hacer? Ya solamente quedaba una faja
de tierra, y después, el mar, solitario, quieto, recogido como en un
sueño de siglos.
¡La salvación! ¡El mar! Ya iba el indio a lanzarse entre las ondas,
cuando, de un salto, se plantó frente de él, el enorme perrazo.
Recogió el lebrel sus labios, y mostró sus encías cuajadas de
colmillos agudos como puntas de espadas...
¿Y ahora?
—¡Yukuyú, sálvame!—imploró Caonabón, aterrado. Y de entre sombras,
se delineó otro cuerpo gigante de indio, robusto como cíclope, y
alzando su mano, dijo:
—Sea mi voluntad.
Y el perrazo de presa, como por un ensalmo, quedó encantado, se
petrificó, y en forma de roca, como un trozo de montaña, permaneció
fijo sobre los arrecifes. Estaba convertido en piedra.
Y desapareció la figura del Cemí bueno, flotando hacia la sierra.
Caonabón se lanzó a las olas, y desapareció entre las sombras.
Llegaron los españoles llamando al perro. ¿Y cuál no sería su
asombro al verlo convertido en estatua de piedra, fijo sobre el
escollo donde rompían las olas? Huyeron del sitio los
conquistadores.
Y al otro día, se lloraba en Caparra la pérdida del perro encantado
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A. COLLADO M A R T E L L
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