Recientemente el gobierno ha propuesto la construcción de una “Terraza al Mar” en el último litoral costero natural en San Juan. Este proyecto, parte del “Paseo Lineal de Puerta de Tierra”, invade la costa con pavimentación masiva, terrazas en voladizo, escalinatas y espacios comerciales con “oferta gastronómica”. Todo esto en un lugar de gran importancia histórica y uno de los pocos que quedan en el área metropolitana donde se puede apreciar la naturaleza en todo su feroz y furioso esplendor, donde las olas del tempestuoso Atlántico se estrellan desde tiempos inmemoriales contra la costa rocosa de nuestra isla.
En nuestra opinión, este proyecto es emblemático de la falta de planificación, el mal uso de fondos públicos, la insistencia de nuestros gobernantes en igualar el progreso con vomitar toneladas de cemento sobre cualquier espacio verde y la falta de reverencia a los espacios naturales en Puerto Rico.
La planificación, según me explica mi colega Deepak Lamba Nieves, doctorado en planificación de MIT, se puede definir como un proceso dinámico que tiene como norte identificar las mejores estrategias para generar transformaciones en un espacio determinado, tomando en consideración las características ambientales, económicas, políticas y sociales de ese espacio. El proceso usualmente comienza con un análisis de las condiciones existentes y la delimitación de los problemas a atender, con consultas a los miembros de la comunidad a ser impactada, y puede resultar en el desarrollo de un plan. La confección de un plan, sin embargo, no es el final del ejercicio de planificación pues el documento debe estar diseñado como un posible mapa de ruta, que contiene unas pistas para llegar a la transformación del espacio, pero que puede sufrir cambios en la marcha hacia el desarrollo de los proyectos delineados.
En el caso de la Terraza al Mar, cabe preguntar ¿es éste verdaderamente el mejor uso para este sitio único en el litoral costero de San Juan?; ¿han participado las comunidades afectadas en el proceso de planificación de manera eficaz?; ¿por qué se está impactando esta área sensitiva de esta manera?; ¿cuál es la transformación que se quiere lograr?; ¿quién se beneficia? En este sentido la Terraza al Mar representa la falta de trasparencia en los procesos de planificación en Puerto Rico.
Más aún, el gasto de aproximadamente $40,000,000 en este proyecto debería provocar la ira del ciudadano común. ¿Por qué estamos gastando esta cantidad de dinero en un capricho gubernamental? ¿Qué otros usos se le podrían dar a esos fondos? ¿Por qué no los utilizamos para mejorar las salas de cirugía del Centro Médico; para comprar equipo especializado para el Instituto de Ciencias Forenses; o para mejorar las facilidades del Hospital Siquiátrico del Estado? En el Puerto Rico de hoy la lista de usos alternos para esos fondos es larga. Pero el gobierno actúa como si el bienestar público no importara en esta ecuación. Lo importante es “hacer obra”, aunque sean villas de Potemkin.
El proyecto es simbólico también de la confusión entre el “progreso económico” y la eliminación de áreas verdes. La visión que tenemos del progreso es una simplista y casi infantil que data de los años cincuenta: mientras más cemento, y varilla, mejor. Si fuéramos a medir el progreso de una civilización por la cantidad de cemento que derrama en su medio ambiente o por como mutila la naturaleza con carreteras, represas de agua, puentes y edificios, entonces la Unión Soviética de Stalin y la China de Mao serían las sociedades más “civilizadas” de la historia.
Luis Muñoz Marín, en la entrada de su diario para el 3 junio de 1973, escribe que se oponía al complejo petroquímico que se estaba planificando en aquel tiempo, no sólo por razones de “contaminación física ambiental”, sino “también, y más hondamente aún, por razones de contaminación ambiental moral, degradación de la civilización, mediocridad estimulada y garantizada, folklore de capitalismo a todo foete.” (Luis Muñoz Marín, Diario 1972-1974, p. 63). Todas razones válidas también para oponerse a la Terraza al Mar.
Finalmente, en Puerto Rico existe muy poco respeto por la naturaleza. La filosofía prevaleciente es la de un utilitarismo nada sofisticado, más bien vulgar y despiadado. Necesitamos crear un lenguaje deontológico, un vocabulario, una gramática nueva para entablar un diálogo con nuestro medio ambiente. Esto implica un cambio radical en nuestra sensibilidad ambiental.
Deberíamos internalizar la ética de la tierra propuesta por el ambientalista Aldo Leopold, quien nos invita a “examinar cada cuestión en términos de lo que es ética y estéticamente correcto, además de lo que es económicamente conveniente. Una cosa es buena cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad, y belleza de la comunidad biótica. Es mala cuando tiende a lo contrario.”
Al exponer su ética de la tierra de esta manera Leopold deja la puerta abierta para encontrar puntos de convergencia entre la economía, la filosofía, y la ecología. De hecho, se podría decir que Leopold creía fundamentalmente en lo que él llamaba la “hipótesis de la convergencia entre los intereses humanos y los intereses del mundo natural.”
Pero para lograr esa convergencia es necesario sintonizar nuestros oídos para escuchar una música que no es perceptible por todos. De acuerdo con Leopold, “para escucharla, aunque sea sólo unas notas, tienes que haber vivido aquí mucho tiempo y conocer el idioma de las colinas y los ríos. Durante una noche callada, cuando la fogata del campamento haya bajado de intensidad y las estrellas aparecen por encima del borde de las colinas rocosas, siéntate calladamente y escucha el aullido del lobo…entonces la podrás escuchar—una inmensa armonía pulsante—su partitura inscrita en miles de colinas, sus notas las vidas y muertes de las plantas y los animales, su ritmos difundiéndose por segundos y siglos.”
Con la construcción de la Terraza del Mar perderíamos la oportunidad de escuchar esa música, producto del ancestral vaivén del océano en un lugar privilegiado por la naturaleza y que debería inspirar respeto, reverencia y gratitud en todos los puertorriqueños.
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