FUE EL GRAN ESCENARIO del béisbol entre
los cuarenta y cincuenta. Se llegaba a pie o en bicicleta, la
parada de guagua quedaba frente a la entrada; era un íntimo
parque de pelota urbano, situado entre Puerta de Tierra y
Miramar, como si con este asentamiento, entre el proletariado
urbano y la pequeña burguesía, se incitara las lealtades de
Cangrejeros y Senadores.
El Parque Muñoz Rivera era la tierra de nadie entre las dos
huestes, aunque muchos integraran los mitos bélicos del antiguo
parque del Polvorín a las leyendas de aquella estructura
inaugurada en 1935, y que empezaría honrando las ejecutorias de
nuestro primer campeón mundial de boxeo.
El lugar olía a batallas, como aquella entre Satchel Paige y
Terries McDuffie de los Leones de Ponce, en 1935. Fue un juego
de exhibición. Paige, el entonces astro de los Brooklyn Eagles
de las Ligas Negras, reclamaba, mediante rótulo en su automóvil,
ser "The best pitcher in the World". El apodado Lirio de Khala
fue derrotado en blanqueada de 1 a 0. Según testigos, sólo Paige
era más arrogante que McDuffie. Decía Pont Flores sobre este
encuentro, evocándolo en 1950: "El Escobar era una parque
nuevecito... Al disiparse el humo de la batalla, el rótulo en el
automóvil de Satchel Paige pudo haberse cambiado por "El segundo
mejor pitcher del mundo".
Se decía que Bob "El Múcaro" Thurman, el jonronero zurdo de las
Cangrejeros, bateaba sus jonrones nocturnos en el Escobar
después de muchos "fouls",
que caían sobre el caparazón solitario del cocodrilo siempre
dormido en el pequeño zoológico del Parque Muñoz Rivera.
La brisa de los vientos alisios que soplaban hacia el mar, luego
de pasar el túnel entre el Hotel Normandie y el Sixto Escobar,
movía las frondas espigadas de los altos pinos australianos; con
ello se sabía si sería favorable para los vuela-cercas, si
deberíamos velar más a Willard Brown o a Bus-ter Clarkson. Se
repite cual leyenda que Joshua Gibson bateó la bola a la playa
de la parada ocho, haciéndola rebotar sobre el arrecife. Y Frank
"Condominio" Howard bateó un jonrón de bombo, tan alto y tan
alto, que rebasó el emblema Don Q en la pizarra.
El lugar incitaba la imaginación. Como el sitio de Troya, fue
lugar de héroes, de proezas imposibles, aunque creíbles.
El Parque Sixto Escobar tenía capacidad para nueve mil
fanáticos. El día del Pepelucaso se acomodaron casi el doble;
nadie sabe cómo.
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