viernes, 8 de enero de 2010
PEDRO REINA PÉREZ/ El Nuevo Día
El año arranca con una noticia curiosa pero nada insólita: el
Capitolio se desmorona y urge rescatarlo del deterioro que lo
amenaza. Pedazo a pedazo, piedrita a piedrita, la vetusta
estructura de mármol anclada en la isleta de San Juan se viene
abajo, amenazando con aplastar al primer desprevenido
transeúnte.
Vaya revelación. La Casa de las Leyes, sede absoluta del mejor
“reality show” borincano, está a punto de ser condenada. El
asunto me plantea un dilema que enfrenta la conciencia histórica
con el disfrute por las intrigas de palacio. No sé si reírme o
echarme a llorar.
En ocasiones como ésta, en que la realidad le gana la partida a
la ficción, la metáfora de un Capitolio en ruinas rebosa de
significados, algunos serios y otros no tanto. Si nos remontamos
al periodo de su construcción, advertiremos que el estilo
neoclásico del edificio, y los materiales seleccionados, tenían
poco que ver, en términos históricos, con los estilos insulares
criollos, pero mucho con los de la nueva metrópoli cuyo espíritu
se pretendía invocar. Viene a la mente enseguida el capitolio de
Estados Unidos erigido en Washington, D.C., ícono indiscutible
de la institucionalidad norteamericana.
En esta isla, el único lugar donde encontramos tanto mármol es
en los cementerios. No obstante, el mármol sobresalió como
elemento protagónico. De manera que el Capitolio se puede
interpretar como un gigante mausoleo construido para cifrar en
la memoria un acto singular: el ordenamiento colonial
estadounidense. Sede y testigo de numerosos actos públicos,
captados en fotografías que simbolizan la evolución política de
la Isla. Desde Luis Muñoz Marín izando la bandera puertorriqueña
al declararse el Estado Libre Asociado en 1952, hasta los
desfiles militares que con gran pompa se realizaban durante la
Guerra Fría, pasando por el cristianísimo Clamor a Dios, el
Capitolio ha sido testigo mudo de eventos y cultos del más
diverso cuño.
De un tiempo a esta parte, el Capitolio también devino en sede
de actividades de puro ocio. Desde la lomita de los Reyes Magos,
tradicional parada del paseíto navideño a San Juan, hasta los
conciertos y eventos artísticos animados con fines
proselitistas, miles han pasado por allí para entretenerse con
la pachanga organizada, la mar de veces con fondos públicos. La
cosa, sin embargo, degeneró al punto de que los legisladores,
siempre pendientes al espectáculo, inventaron nuevos modos de
entretenimiento. Una de las más curiosas es la del conjunto de
luces multicolores que en la noche apuntan sus rayos hacia la
estructura creando un efecto que bien podría compararse con el
castillo de Cenicienta de Disney World. Cabría preguntarse el
costo y el propósito de esta extravaganza, pero de una cosa
estoy seguro: cualquiera que fuera el monto total hubiera estado
mejor invertido en el mantenimiento del edificio.
Acaso lo peor sea que la degradación patente del edificio
coincide con la degradación institucional que las cámaras
legislativas albergadas en el edificio evidencian en las pasadas
décadas. El tributo a los egos con esteroides que observamos de
manera cotidiana, con contratos a asesores y gastos
cuestionables, despierta lentamente la indignación de quienes se
saben excluídos del baile por no tener con qué comprar audiencia
o indulgencia. Ese exceso de temeridad, acentuado con un leve
aire testosterónico, se ha hecho en el Capitolio cada vez más
común. Y eso aplica tanto a rojos como a azules, pues el
narcicismo aplica a todos por igual.
De ahora en adelante habrá que usar capacetes y botas para
acercarse a la Casa de las Leyes, si no se quiere uno arruinar
el calzado o el peinado. Acaso haya que pedir consejo sobre el
particular a los legisladores. Después de todo, si de vivir en
las ruinas se trata, nadie mejor preparado que ellos para
mostrar el camino.
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