La historiografía del
movimiento obrero en Puerto Rico toma como punto de partida el fin
del sistema esclavista de producción, y la incorporación de la mano
de obra asalariada al desarrollo del modo de producción capitalista.
En el sector urbano este movimiento predominantemente masculino tuvo
sus orígenes en el desarrollo de organizaciones artesanales durante
la segunda mitad del siglo 19.
Por su parte, la historiografía feminista coloca la participación de
la mujer en los movimientos sindicales en Puerto Rico a partir de
principios del siglo 20. Sin embargo, la documentación disponible
parece indicar la existencia de grupos organizados de mujeres
trabajadoras tan temprano como 1876. Tal es el caso del Gremio de
Lavanderas de Puerta de Tierra.
El origen del servicio de la lavandería en Puerto Rico se menciona
muy someramente como parte del desarrollo socioeconómico de la Isla
durante el siglo 19. Este servicio, esencial a los núcleos urbanos
preindustriales, lo realizaron tradicionalmente mujeres provenientes
en su mayoría de los sectores marginados. A pesar de sostener sus
demandas por muchos años, y de incluso llegar a constituirse como
organización, estas mujeres no pudieron lograr sus objetivos.
En el pasado, el método común de lavandería utilizaba el movimiento
de las corrientes de agua junto con la fortaleza de quienes
realizaban esta labor. A ese proceso le siguieron el uso de la tabla
corrugada y más tarde las grandes tinas de madera colocadas en áreas
específicas de la ciudad donde se ubicaron las casas de lavandería
pública. Durante el siglo 19, muchos países establecieron lavaderos
al aire libre para la gente pobre. Éstos se abastecían de las aguas
de la municipalidad. En Europa, como en Latinoamérica, se
construyeron los "lavatojos", lugares techados bajo los cuales las
mujeres de las comunidades pobres se reunían para lavar. El oficio
de la lavandería pública evolucionó poco hasta el siglo pasado. Las
comunidades marginadas, sobre todo en las áreas urbanas, fueron las
más afectadas por la inacción del Estado en lo relativo a este
servicio directamente ligado a la salud pública.
Históricamente, la lavandería en Puerto Rico ha estado básicamente a
cargo de las mujeres. Durante el siglo 19, el sector esclavo urbano
que realizaba tareas domésticas estaba compuesto en su mayoría por
mujeres dedicadas principalmente a labores de cocina y lavandería.
Según Mariano Negrón Portilla en su estudio sobre el padrón de 1872,
"cerca de un 60% de la población esclava en San Juan eran mujeres",
contándose las lavanderas como el grupo más numeroso entre los
esclavos domésticos. La esclava lavandera realizaba una doble tarea,
tanto para su amo como para las personas que la alquilaban en
beneficio de éste. La mayoría de las esclavas lavanderas en San Juan
fluctuaban entre los 16 a 30 años de edad. Muchas eran madres jefas
de familia y, debido a lo especializado de su labor y a la demanda
por sus servicios, es posible que algunas de ellas tuvieran mayor
oportunidad de lograr su propia libertad y la de su familia previo a
la abolición de la esclavitud. De esta manera la lavandera coartada
en la ciudad se integró a la clase trabajadora asalariada,
constituyendo así una de las múltiples categorías que iban
conformando la base laboral del país.
En 1876, el alcalde de San Juan menciona entre otros daños
ocasionados por la "industria" de la lavandería, el agotamiento de
los aljibes, "los patios constantemente sucios y mojados,
habitaciones bajas del interior [que] se resienten de la humedad" y
la transmisión de enfermedades a causa del "lavado de ropas de los
enfermos hecho en las mismas casas". Aunque el funcionario reconoció
"la importantísima cuestión del abastecimiento de aguas...y el
lavado de ropas", y realizó un estudio en el cual reveló que la
ciudad contaba con aguas suficientes para el servicio de lavandería,
el primer informe sobre el asunto no se rinde hasta 1885. En éste,
el arquitecto Antonio Llanos describe el proceso de lavado como uno
altamente complejo y extenuante en el cual se llegaban a emplear
hasta doce horas de trabajo, y para lo cual se necesitaba una
cantidad de agua que, según él, no se producía en la zona. En menos
de nueve años las áreas concernidas en el sector de Puerta de Tierra
pasaron, de ser las ideales para un proyecto de lavaderos públicos,
a ser objeto de una controversia burocrática en medio de la cual se
encontraba un nutrido grupo de trabajadoras de la lavandería.
El manejo de este asunto revelaba las prioridades del gobierno. En
septiembre de 1893 se informó de una partida de 3,000 pesos para
construcción de lavaderos públicos. Ocho meses después se reportó
qué dicha partida sería designada, entre otras cosas, para cubrir
los costos de las fiestas del Centenario del descubrimiento de
Puerto Rico. Aun cuando se reconoció que "el número de lavanderas
que hay en la población es muy grande", el asunto de los lavaderos
se aplazó hasta la futura construcción de un acueducto.
El año de 1895 se inició con una gran actividad huelgaria por parte
de la clase trabajadora. Según el historiador Francisco Moscoso,
esto constituye "un hito de las luchas de clases en la historia de
Puerto Rico".
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Moscoso justifica la
importancia de este movimiento en base a su "amplia dimensión, el
grado de conciencia proletaria (identificación de los obreros como
clase con intereses opuestos a los de los capitalistas) manifestada
por algunas categorías de trabajo, la solidaridad espontánea
desplegada entre los huelguistas y la fuerza de clase (militancia y
tenacidad) ejercida por los trabajadores en la consecuencia de sus
demandas".
En medio de esta efervescencia laboral encontramos a las lavanderas,
unidas a muchos otros grupos de trabajadores en demanda por mejores
condiciones de empleo. También ellas se fueron a la huelga, cosa que
no es de extrañar después de conocer el improductivo debate por el
cual atravesó el proyecto de lavaderos en el Ayuntamiento de San
Juan. La experiencia durante las huelgas parece haber motivado a las
lavanderas a consolidar su organización, posiblemente con la idea de
continuar con sus demandas en los años siguientes. El censo
realizado por el Departamento de Guerra de los Estados Unidos en
noviembre de 1899 reveló que la distribución de mujeres en los tres
oficios domésticos principales en Puerto Rico era: criadas, 18,453;
lavanderas, 16,855; y costureras, 5,785. La mayoría de las
lavanderas contaba entre 25 y 34 años de edad, un 60% de ellas eran
negras, 89% de las cuales no sabían leer ni escribir. Al parecer, ni
siquiera las iniciativas huelgarias de las trabajadoras de la
lavandería produjeron el resultado que esperaban.
El 9 de julio de 1900, Sandalia Torres, Eduviges Pimentel y Ángela
Pizarro, presidenta, vicepresidenta y secretaria, respectivamente,
del Gremio de Lavanderas de Puerta de Tierra, enviaron una carta al
Ayuntamiento de San Juan en la cual solicitaban "ayuda moral y
material para... sobrellevar con algún alivio, la vida de miseria
que por [su] situación [lleva] la pobre madre de familia" cuyo
oficio era lavar y planchar. Dicha ayuda, de acuerdo con las
dirigentes del gremio:
... la traducimos según nuestro escaso criterio en que el Honorable
Ayuntamiento disponga cuanto antes, la construcción de los lavaderos
públicos, resultando con esa obra el beneficio de que veríamos los
estrechos patios en que nos vemos obligadas a vivir con nuestros
hijos, como si fuéramos bestias de carga, libres de esos constantes
focos de paludismo...
Tenemos, pues, a un numeroso grupo de mujeres negras, jóvenes, en
edad reproductiva, en condiciones de analfabetismo y provenientes de
clases económicamente marginadas, integradas al oficio de la
lavandería; y algunas de ellas organizadas en un gremio ubicado en
el área de Puerta de Tierra, para demandar ante el gobierno la
construcción de lavaderos públicos que les permitieran realizar su
labor de forma más higiénica y productiva. A pesar de que el alcalde
envió inmediata respuesta al Gremio afirmando que la Corporación
municipal aceptaba el proyecto de lavaderos, y que en 1902 se nombra
una nueva Comisión para construirlo, no tenemos evidencia de que
dichas obras se realizaran.
En un informe de 1914 al Departamento del Trabajo sobre las
condiciones de vida de los obreros pobres en Puerto Rico se reporta
su situación en la capital. Según el informe, los sectores
marginados habitaban ranchones de madera. Cada tres ranchones,
ocupados por hasta 59 familias, compartían un mismo patio de tierra
el cual se tornaba fangoso con las lluvias y que era, al mismo
tiempo, el área disponible para la lavandería. Sin embargo, no sería
sino hasta 1944 que la Junta de Salario Mínimo realizara una
investigación con el propósito de reglamentar el oficio de la
lavandería en la isla. Para esta fecha ya se menciona un "negocio de
trenes de lavado" y la intención del gobierno de regularizar el
salario de los trabajadores de esta industria. Para mediados del
siglo 20 se pagaba alrededor de $3.00 por docena de ropa lavada,
almidonada y planchada a mano, en un proceso que generalmente podía
tomar una semana de arduo trabajo.
Al exigir la construcción de lavaderos públicos, las lavanderas no
sólo deseaban mejorar la calidad de su servicio, sino que además
esperaban remediar las condiciones de insalubridad que el
hacinamiento urbano desarrollaba, creando focos de contaminación y
propagación de enfermedades infecciosas que provocaban un alto grado
de mortalidad en el sector pobre. Sin embargo, resulta interesante
que el Gremio no planteó en aquel momento el problema del costo de
vida frente a los exiguos ingresos que muy probablemente devengaban
por su trabajo. Las lavanderas, mujeres jóvenes, pobres, de baja
escolaridad, jefas de familia y en su gran mayoría negras, marcaron
un hito en el proceso de organización de las mujeres trabajadoras al
participar en el movimiento huelgario de fines del siglo 19,
constituir el Gremio de Lavanderas de Puerta de Tierra y plantear
ante el gobierno colonial sus demandas por mejores condiciones de
empleo y vida.
La autora es profesora del Departamento de Educación Pública y
miembro de la A. P. H.
Historias es una aportación de la Asociación Puertorriqueña de
Historiadores (A. P. H.), la cual asume completa responsabilidad
editorial. La A. P. H. sin embargo, no necesariamente se solidariza
con las opiniones vertidas por los autores.
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